Marcelo Ducart
Buscar y dejarse encontrar...
Las parábolas de la misericordia en San Lucas cap. XV

¿Quién no ha hecho la experiencia de sentirse perdido alguna vez en la vida? Las parábolas de la misericordia (Lc. 15) son un oasis en medio del desierto porque calman nuestra sed de abandono. Nos enseñan que el buen Dios, nuestro Padre, nos sigue buscando hasta encontrarnos a pesar de nuestras resistencias, errores y culpas. Nada ni nadie le resulta insignificante, al contrario. Nos encuentra en la alegría del arrepentimiento y el perdón del hijo menor tanto como en el resentimiento del hijo mayor. En la pereza del distraído que pierde sus bienes por estar tan ocupado en satisfacer sus planes como en la pobre ovejita que se abrió del rebaño.
Este Dios de Jesús tiene predilección por los perdidos y abandonados a su propia suerte. El cielo estalla de felicidad por un solo pecador que se convierte, sí por uno solo que por noventa y nueve justos que ya viven sin que nada les falte. Y no sólo eso, sino que además organiza una fiesta. ¿Por qué motivo? “Es justo que haya fiesta y alegría porque tu hermano estaba muerto y ha vuelto a la vida, estaba perdido y ha sido encontrado”. Hasta a veces pienso que más importante que el encuentro mismo de lo perdido, es su actitud tan diferente a la nuestra. Seguramente que nosotros le hubiéramos reprochado algo al perdido pero Dios carga con alegría nuestras faltas y eso hace que se dilate nuestro corazón. Él no es un Padre calculador, exclusivo para los perfectos y puros. No es un Padre sólo de los buenos, sino es aquel que hace buenos a los que se animan a festejar su amor por cada criatura. Él no duerme ni descansa hasta encontrarnos. Pero,
¿Qué se le pasa por la cabeza a Dios para ser tan bueno con nosotros? Le escupimos en la cara, lo culpamos de todos nuestros males, lo crucificamos, lo sacamos de nuestras vidas, hacemos siempre la nuestra, lo abandonamos, le robamos su herencia y, Él, que hace… nos sigue buscando. Lo único que consigues Señor con esas locuras es que no cesen nuestras lágrimas de profunda alegría. ¡El Amor no es amado!¡El Amor no es amado! gritaba San Francisco por las calles de Asís como un pobre desquiciado. Tú eres nuestro mérito, nuestra herencia y el premio más grande. Tú nos has ganado Padre y nos hemos dejado seducir por tu infinita paciencia.
Marcelo